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--Menos rara
aunque sin
duda más ejemplar --dijo entonces el
otro--, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la
selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió
de Boston, Massachusetts, en donde había pulido
su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944
aparece por primera vez en América del Sur, en la región
del Amazonas, conviviendo
con los indígenas de una tribu cuyo nombre
no hace falta recordar.
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Por sus ojeras
y su aspecto famélico llegó a ser conocido
allí como "el gringo pobre", y los niños
de la escuela hasta lo señalaban con
el dedo y le tiraban
piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo
el dorado sol tropical. Pero esto no afligía
la humilde condición
de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo
de las Obras completas de William G. Knight que si no se siente
envidia de los ricos
la pobreza no deshonra.
En pocas semanas los
naturales
se
acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además,
como
tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente
y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban
con singular respeto, temerosos de provocar
incidentes internacionales.
Tan pobre y mísero estaba,
que cierto día se internó en la
selva en busca de hierbas para alimentarse.
Había caminado cosa de varios metros sin atreverse
a volver el rostro, cuando por pura casualidad
vio a través de la maleza dos ojos
indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento
recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor,
intrépido, arrostró el peligro
y siguió su camino silbando como si nada hubiera visto.
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De un salto (que
no hay para
qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:
--Buy head? Money, money.
A pesar
de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo
indispuesto, sacó en claro que el indígena
le ofrecía en venta una cabeza de hombre,
curiosamente reducida, que traía en la mano.
Es innecesario decir que Mr.
Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó
no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por
no hablar bien el inglés, y se la regaló
pidiéndole disculpas.
Grande fue el regocijo
con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca
arriba sobre la precaria estera de palma
que le servía de lecho, interrumpido
tan sólo por el zumbar de las moscas
acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose
obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un
buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce
estético lo extraía de contar,
uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par
de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle
agradecidos
por aquella deferencia.
Hombre de vasta cultura, Mr.
Taylor solía entregarse a la contemplación;
pero esta vez enseguida se aburrió de
sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar
la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York,
quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte
inclinación
por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.
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Pocos días después
el tío de Mr. Taylor le pidió --previa indagación
sobre el estado de su importante salud-- que por favor lo complaciera
con cinco más. Mr. Taylor accedió
gustoso al capricho de Mr. Rolston y --no se sabe de qué modo--
a vuelta de correo tenía "mucho
gusto en satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó
otras diez. Mr. Taylor se sintió "halagadísimo
de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél le
rogó el envío de veinte, Mr. Taylor,
hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad
artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su
madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber,
así era. Con toda franqueza
Mr. Rolston se
lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente
comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu
de Mr. Taylor.
De inmediato concertaron
una sociedad
en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y
remitir cabezas humanas reducidas en escala
industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería
lo mejor que pudiera en su país.
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Los primeros días hubo
algunas molestas dificultades con ciertos tipos
del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores
notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como
político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario
para exportar, sino, además, una concesión
exclusiva por noventa y nueve años. Escaso
trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos
Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería
en corto tiempo a la comunidad, y de que luego estarían todos los
sedientos aborígenes en posibilidad (cada
vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber
un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él
mismo proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara,
después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se
dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir
su amor a la patria y en tres días promulgaron
un decreto
exigiendo al
pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.
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Contados meses más tarde,
en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron
aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio
de las familias más pudientes; pero la
democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión
de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar
sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado.
Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer
diecisiete cabezas llegó a ser considerado de
mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron
tanto que
los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo
por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad
que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos;
que
perteneciera en vida a un general bastante condecorado,
fue obsequiada
al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como
de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar
el desenvolvimiento de aquella manifestación
cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.
Mientras
tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba
con una veredita alrededor del Palacio Legislativo.
Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia
los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo
sus plumas, muy serios riéndose, en las bicicletas que les
había
obsequiado la Compañía.
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Pero, ¿qué quieren?
No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó
la primera escasez de cabezas.
Entonces comenzó lo
más alegre de la fiesta.
Las meras defunciones
resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se
sintió
sincero, y una noche caliginosa, con la luz
apagada, después de acariciarle un ratito
el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba
incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato
a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó
que no se preocupara, que ya vería cómo
todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia
administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y
se estableció
la pena de muerte en forma rigurosa.
Los juristas se consultaron
unos a otros y elevaron a la categoría de delito,
penado con la horca o el fusilamiento, según
su gravedad, hasta la falta más nimia.
Incluso las simples equivocaciones
pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación
banal, alguien, por puro descuido, decía "Hace mucho calor",
y posteriormente podía comprobársele, termómetro en
mano,
que en realidad el calor no era para tanto,
se le cobraba un
pequeño impuesto y era pasado ahí mismo
por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía
y,
justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.
La legislación sobre
las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por
el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias
amigas.
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De acuerdo con esa memorable
legislación, a los enfermos graves se les
concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles
y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar
a la familia, obtenían tantos plazos de
un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades
leves y los simplemente indispuestos merecían
el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera
podía escupirles el rostro. Por primera
vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos
(hubo varios candidatos al premio Nobel) que no curaban a nadie. Fallecer
se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo,
no sólo en el orden nacional, sino en el más
glorioso,
en el continental.
Con el empuje
que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes,
primer término, que floreció con la asistencia
técnica
de la Compañía) el país entró, como se dice,
en un período de gran auge económico.
Este impulso fue particularmente comprobable en
una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía
de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados,
cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que
todo estaba bien, cuando algún periodista solícito,
desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.
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Al margen recordaré
que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió
un lluvioso estornudo
que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de
su abnegado
fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista
era una de las más grandes cabezas del país; pero
una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.
¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo
ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede
el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto
no
le quitaba el sueño porque había leído en el
último
tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario
no deshonra si no se desprecia a los pobres.
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Creo que con ésta será
la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos.
Dada la prosperidad del negocio
llegó un momento que del vecindario sólo
iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas
y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor
discurrió
que el único remedio posible era fomentar la
guerra con las tribus vecinas.
¿Por qué no? El progreso.
Con la ayuda de unos
cañoncitos,
la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr.
Taylor saboreó
la gloria de extender sus dominios. Luego vino la
segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso
se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por
más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible
encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.
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Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a
languidecer.
Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún
poeta laureado
con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil
y espinoso
el delicado paso de las damas. Con las cabezas,
escasearon
las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.
El fabricante de
ataúdes
estaba más triste y fúnebre
que nunca. Y todos sentían como si acabaran de
recordar de un grato sueño, de ese sueño dormidable en que
tú te encuentras una bolsa repleta de
monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y el
día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.
Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose.
Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.
En la patria de Mr. Taylor,
por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían
nuevos inventos, pero en el fondo
nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.
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Fue para la última
crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más
cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron
un brusco descenso,
Mr. Rolston estaba convencido
de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.
Los embarques,
antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas
de niño, de señoras, de diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes áspero y
gris, de vuelta de la Bolsa,
aturdido
aún por la gritería y por el lamentable espectáculo
de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a
saltar por la
ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo
hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró
con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía
desde lejos, desde
el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía
decir: "Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer".
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